15 de Septiembre de 2019
El texto del evangelio de Lucas que escuchamos en la eucaristía de este fin de semana nos cuenta tres parábolas: La oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo.
Un texto que siempre nos ha gustado y que sabemos de memoria. Jesús nos presenta a Dios mediante unas imágenes muy cercanas, muy tiernas y compasivas... Como comenta José Ant. Pagola: "Podríamos decir que Jesús nos está presentando al Dios de los perdidos, o, mejor dicho, a un Dios que no da a nadie por perdido..."
Me llama la atención cómo las enseñanzas de la Iglesia, incluso las mismas oraciones de los doctores y predicadores, siguen manteniendo un lenguaje tan diferente del que usaba Jesús de Nazaret.
Él no utiliza las expresiones de la Biblia (del Antiguo Testamento): El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob...; el Señor de los ejércitos...; el Altísimo...; el Todopoderoso... Él también acudía a la sinagoga. Escuchaba las lecturas. Rezaba como lo hacia toda su familia... Pero cuando se decide a proclamar la Buena Noticia del reino de Dios se olvida de todo ese lenguaje y nos habla de algo que le sale de lo más profundo de su vivencia, de lo más profundo de su corazón... "Cuando oréis, decid Abbá..." Y nos dice en parábolas cómo es Dios, cómo ha sentido y experimentado a Dios.Entonces, ¿por qué escuchamos continuamente esas oraciones que la Iglesia utiliza en la liturgia: "Omnipotente y sempiterno Dios..."; "Oh Dios todopoderoso y eterno..." Incluso seguimos utilizando ese mismo lenguaje en la proclamación de nuestra fe (el Credo).
Es cierto que es el lenguaje humano de cada época y de cada lugar. La Iglesia se ha olvidado o ha dejado al margen el modo de sentir de Jesús de Nazaret y así ha conseguido que "nuestro Dios", el que nos han enseñado y predicado, aparezca siempre como alguien lejano al que tenemos que adorar y rendir vasallaje o como el juez que nos vigila y nos juzga examinando meticulosamente nuestras acciones.
Con todas esas parábolas Jesús nos quiere dar a entender, ante todo, que Dios (Abbá = padre-madre) es amor, don total, entrega, compasión... El apóstol Juan recogerá esta misma idea en su primera carta (Dios es amor... Él nos amó primero... Y si alguien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso...)
Fray Marcos hace este comentario: "El Dios de Jesús es don absoluto y total. No un don como posibilidad, sino un don efectivo y ya realizado, porque es la base y fundamento de todo lo que somos. Al decir que es Amor (ágape) estamos diciendo que ya se ha dado totalmente, y que no le queda nada por dar. Jesús no vino a salvar, sino a decirnos que estamos salvados. Un lenguaje sobre Dios, que suponga expectativas sobre lo que Dios puede darme o no darme, no tiene sentido..."
La conversión a la Buena Noticia del reino de Dios nos exige también un cambio en nuestra relación con Dios, con nuestro padre. Aceptar, sentir y hacer vida que Dios nos ama desde siempre, que somos un don suyo y que nuestra vida tiene que ir convirtiéndose en reflejo de Dios mismo.
Yo, como muchas otras personas, también soy esa moneda perdida, o la oveja perdida, o el hijo que se ha ido de casa a vivir su vida... Y debo entender que Él, Dios, ha salido a buscarme. No sólo me ha perdonado, sino que ha hecho una fiesta porque, por fin, he entendido y aceptado todo el cariño, la ternura y compasión que recibo de nuestro Abbá. Es entonces que empezaré a sintonizar con Él y experimentar la salvación y entrada en la familia misma de Dios.
Fray Marcos añade que esas parábolas nos quieren dar a entender que es..." Un Dios que pone en valor a aquellos que la sociedad ha desechado. Un Dios que corre al encuentro de los excluidos, sin pedir explicaciones de su vida, restaurándoles con su abrazo como hijos suyos de pleno derecho. Un Dios que nos da la seguridad de saber que, aunque nos sintamos totalmente perdidos, Él nos está buscando..."
Texto del evangelio de Lucas (15,1-32)
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