Domingo 9 de Noviembre de 2014.
Leemos el texto del evangelio de Juan (el de los vendedores del templo y las mesas de los que cambiaban dinero...) y, aunque hace referencia directa a lo que sucedía en el Templo de Jerusalén, en más de un lugar y en más de una ocasión hemos pensado que también nuestras iglesias tienen mucho de eso. Pequeño o gran mercado. Limosnas, cantidades de dinero por las misas, por las devociones, por las imágenes que se exponen, por las lámparas que se encienden... "No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre".
Todo eso resulta evidente; pero creo que hay más que todo eso.
Cuando Jesús nos habla de la Buena Noticia del Reino nos dice que el camino no es la iglesia o el templo ("sino en espíritu y en verdad"). No son los sacrificios, los ritos y las misas; sino los hermanos. Es la humanidad, especialmente los que sufren, los despreciados, los que no cuentan, los que catalogamos como los últimos... Acogerlos, compartir con ellos, ser solidarios y hermanos.
Entonces lo malo de todo es que queramos ponerle precio cuando la invitación del Padre (nuestro padre) es gratuita. Se hace difícil entender el mensaje de Jesús en grupos y comunidades que ponen más interés en la exactitud de las ceremonias y ritos que en la ternura y la sonrisa. Se da más importancia a las apariencias que al corazón, a la exactitud de las fórmulas y credos que al dolor y angustia de los que se ven marginados por nuestra sociedad...
"No convirtáis en un mercado la casa de mi padre"...Un mercado en el que según el dinero que tienes así te llevas la mercancía... ¡Qué error! y ¡qué lejos andamos de la fiesta y la alegría de los banquetes del reino...!
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